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ogros ejemplares

baría, y eso es más que suficiente para que un grupo de fanáticos funden la Syd

Barrett Musical Apreciation Society y con

ella su revista oficial, Terrapin, con la cual presionan a la discográfica en busca de más grabaciones del ídolo. Waters volvía a echar espumarajos

por la boca. Ni en sus arrebatos más creativos, se le hubiera ocurrido adap- tar el poema “Chamber Music” de James Joyce para hacer una canción como “Gol- den Hair”. Era como si Barrett lo arrolla- ba todo aún sin tener fuerzas. Pero lo cierto es que el genio se estaba apagan- do en serio. La muestra más contundente se docu-

menta el 24 de febrero de 1972 en Cam- bridge. Syd Barrett da un concierto con un nuevo grupo, Stars. Cuando entra a esce- na, tan sólo hay 30 personas en el público y Barrett toca siete temas. En un momen- to lo que parece un recital permeado por la brillantez se vuelve un caos. A Syd se le olvidan los nombres de las canciones, luego se corta un dedo con la guitarra y des- pués se sube una hippie a bai- lar en la tarima. Barrett la ve con cara de loco, de reojo, deja de tocar y decide marcharse. Nunca más en su vida volverá a subirse a un escenario. En adelante su vida será

de reclusión. Syd vivirá con su madre en una casita de Cambridge, y se dedicará a engordar en un sótano lleno de amplificadores y guitarras, a destruir su imagen, a ver los colores de las rosas de su jardín y a pintar cuadros de junglas de grumos espesos que luego incendia. Para entonces, ofrece pocas entrevistas y la impresión de los perio- distas es patente en cada una de ellas. Barrett los recibe sucio o en calzoncillos, siempre temeroso de que su progenitora no lo descubra hablando con otra perso- na. En cada una de sus citas parece sufrir, y suele lamentarse de haber perdido la oportunidad de hacerse millonario para comprarles comida a todos sus amigos. Algunas de sus declaraciones:

“No

puedo hablar coherentemente”; “Cuesta pensar que alguien esté interesado en mí”; “En general, no hago más que perder el tiempo”; “Estoy lleno de polvo y guita- rras”; “Eso era todo lo que yo quería hacer de chico. Tocar bien la guitarra y saltar por ahí. Pero demasiada gente se interpu- so en el camino”; “Estoy desapareciendo.

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Evito casi todo”; “Me gustaría armar otra banda. Pero no encuentro a nadie. Ese es el problema. No sé dónde están”. El último intento que hizo para acer-

carse a un grupo fue en junio de 1975. Pink Floyd entraba al estudio para gra-

bar Wish You Were Here, y todos pasaron

de largo sin notar al tipo que estaba espe- rándolos en una silla. Cuando alguien les avisó de quién se trataba, los tipos no pudieron creerlo. Barrett ahora era un tipo horrendo, obeso, con la cabeza y las cejas rapadas al cero. Waters y Gil- mour lloraron al ver el mal aspecto de su amigo. “Tengo una nevera muy grande y he estado comiendo un montón de chó- ped de cerdo últimamente”, decía Barrett. Cuentan que lo dejaron jugar con los botones de una mesa de grabación apa- gada, mientras ejecutaron el tema “Shine

on You Crazy Diamond”, que relata en letra

de Waters el descenso a la locura de Syd.

renunciado a todo, volvió a responder sólo si lo llamaban Roger. Decía no acor- darse de Pink Floyd, ni de sus amigos, ni de nada. Vivía de las regalías de sus can- ciones, que al principio él mismo iba a cobrar cada mes, y de las reediciones que Gilmour pedía que se hicieran de sus dis- cos en solitario. A veces, también le caía algún buen dinero por sus cuadros que David Bowie lograba que salvaran de la quema. Los psiquiatras decían que, si bien la conducta de Barrett era rara, no existía ninguna enfermedad a la que se debía tratar al paciente. Igual, las comparaciones no cesaron.

Waters parecía estar harto y quizás un poco remordido con todo. Aunque can- tara, la gente elogiaba la voz de Barrett por encima de la de él. Aunque compu- siera, la gente relacionaba sus temas con los de Barrett. Aunque llevaba años sin tratarlo, las preguntas sobre Syd eran fre- cuentes en las entrevistas con Waters. En 1999 no se aguantó y respondió: “Sé que vive en Cambridge,

en casa de su difunta madre. Y que se deprime enormemen- te cuando algún insensato le recuerda los años 60, la psico- delia y Pink Floyd. Syd pade- ce esquizofrenia. Que se haya convertido en un personaje objeto de un cierto culto no hace más que poner de mani- fiesto lo enfermos que están algunos fans. El mejor favor que se le puede hacer a Syd es

En adelante su fantasma acompaña-

rá a la banda por siempre. Ya en Dark Side of the Moon (1973) su antagonista había compuesto otra canción sobre la demen- cia del fundador del grupo: Brain Dama- ge. En The Wall (1979), aunque Waters se obstinara en hablar de pasajes auto- biográficos, muchos verán a Barrett en muchas canciones y hasta en la imagen de los tipos con las cejas rasuradas. Era como si ninguna de sus creaciones, por mucho esmero que le pusiera,

fueran

impermeables al rocío de Syd. Así como existen pueblos y culturas

entregadas a un santo patrono, también hay bandas musicales signadas por esa figura. En algunos casos, su presencia es odiosa, aunque esa no sea la intención del personaje. El tema Barrett encaja en estas líneas sin mucho problema. Syd Barrett con el tiempo decidió dejar de usar ese nombre. Cuando había

| Especial Día del Padre | Junio 2010

dejarle tranquilo”. Años después los ojos de Roger Keith

Barrett fueron apagados por la diabetes. Ciego y con su madre fallecida, su deca- dencia fue a peor. Mientras el grupo se reunía por única y última vez el 2 de julio de 2005 en el Hyde Park de Londres por el Live 8, Barrett salía de una farmacia como cualquier anciano con una bolsa de medicina. Un año después, el 7 de julio de 2006, un cáncer pancreático acabó con él a la edad de 60 años. El comunicado de Pink Floyd tras su

muerte fue escueto. Syd, el que pudo haber sido y nunca fue, el que fue a medias, el que deslumbró con lo poco que mostró, el eterno diamante loco mantenía el brillo aún después de roto. Nunca tres años dentro de una banda fueron tan decisivos. Nunca un relato de Edgar Allan Poe se pareció tanto a la rea- lidad.

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