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ogros ejemplares

accidentado. Cuando sale a su lado, siem- pre sobresale la belleza y estilo de Barrett. Lo que es natural en uno, es impostado en el otro. Syd Barrett aparece con frane- las unicolores, descalzo, despeinado, con pantalones de terciopelo, camisas llenas de amebas o botas de reptil y siempre destella. Roger Waters es el mono que se viste de seda, la sombra, el hombre de reparto o segundón. En las fotos se le nota posado, con medias sonrisas, con gestos de cemento, con labios semiabier- tos en busca de un posible erotismo y no hay efecto. Ninguno. Él prueba todas sus caras para seguir teniendo la misma. Mientras Waters se repite todos los

días la frase “Yo también puedo”, todo en él se vuel- ve plan de suplantación. Por su parte Syd entra al mundo del ácido y su vul- nerabilidad es evidente. Waters aprovecha. Le hace la vida imposible dentro de la banda, incentiva ren- cillas, malos ambientes y calumnias. El fin último es que el grupo sea un reflejo de él mismo, que sea más artie y más serio para sus parámetros. Que la crea- tividad tenga un impac- to medido. Que sea más Waters. Atacado por todos los

flancos, Barrett comienza a desprenderse de la rea- lidad. En el estudio y las entrevistas es impredeci- ble. No responde a las con- versaciones, muestra una mirada y sonrisa queda, se le olvida llevar su guita- rra a las grabaciones, no puede sostener una púa en sus manos, rompe material, no logra doblar sus canciones en los pro- gramas de televisión y en algunos shows permanece horas tocando una misma nota. Dicen que en esa época licenciosa era frecuente que muchos de sus ami- gos, por puro placer, entraran a su casa a ponerle LSD a todas las cosas con las que se topaban en el camino: plantas, ceniceros, agua de la nevera, tazas de té, azucareras, incluso, a la comida de Pink y Floyd, los dos gatos de Syd. Para entonces era casi imposible que éste último supie- ra cuándo estaba o no bajo los efectos de los alucinógenos. Los incidentes no paran. Un día, des- contento por su peinado, Syd inventa una

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mezcla para arreglárselo a escasos minu- tos de salir a escena. Cuando lo hace, los focos del concierto le dan de lleno hasta derretir su invento y hacerlo parecer una figura de cera dentro de un incendio. Waters se frota las manos, pero aún espe- ra un suceso que sea suficiente para aca- bar con él. Barrett se lo pone fácil: a los pocos días la novia de Syd aparece des- pavorida. Entre llantos, asegura que fue encerrada y maltratada por su amado durante dos semanas. Waters finge estar indignado y pide la expulsión de Syd Barrett de Pink Floyd, no sin antes regis- trar el nombre de la banda para gozar de todos los privilegios sobre ésta.

él, pero tampoco hubiera podido seguir con él. Podrá ser o no importante en tér- minos de la antología del rock and roll, pero no lo es tanto en términos de Pink Floyd como la gente cree”. Syd vuelve a ampararse en la renun-

cia. No pelea. Regresa a su casa sabién- dose lunático y despojado. En esa época realiza un ritual que nadie logra enten- der: todos los días va al estudio de graba- ción de Pink Floyd y se sienta en las afue- ras del mismo. Nadie le invita a entrar, y él tampoco lo pide. Waters no entien- de nada de esta rutina, pero sigue feliz. Es hora de demostrarle a la gente quién es el genio de veras. Cuando observa a Syd se empeña en ver a un loquito. Sin embargo, su reem-

plazo, David Gilmour, sí siente culpa. Él pide no darle la espalda a Syd, su amigo de la infancia. Le propone un plan para que se hiciera compositor del grupo; Barrett sólo lo cum- ple con la canción “Jugband

Blues” del disco A Saucerful

of Secrets (1968). Luego Gil- mour habla con el doctor R.D. Laing, para quien la locura residía en el ojo del espectador, y le coloca una cinta de una conversación con Syd Barrett. El médico no titubea con su senten- cia: “ese hombre es incu- rable”. Por último el com- pañero le pide a Syd que entre al estudio de gra- bación para apoyarlo en una carrera en solitario. Para tal fin, Gilmour con-

Barrett no sabe nada. Se alista para el

concierto en la universidad de Southamp- ton de enero de 1968. Se pone a esperar por la furgoneta del grupo y ésta pasa enfrente de su casa. Pero no se detiene. Sigue de largo en sus propias narices. Syd Barrett, vestido para la ocasión y con la guitarra eléctrica en sus manos, siente el smog en su cara y alma. La imagen dista de ser de redención y gloria: la banda que él mismo inventó ya no lo quiere. Waters da su versión: “Durante años

supuse que era una amenaza por todas esas cosas que escribían acerca de él y de nosotros. Por supuesto que Syd era importante y sin él la banda nunca hubie- ra empezado, porque nos componía todo el material. Nunca hubiera podido ser sin

| Especial Día del Padre | Junio 2010

trata músicos, se pone la máscara de productor y coge su guitarra para acom- pañarlo. En esas sesiones su remordido amigo se coloca trozos de alfombra en los pies para no hacer ruido mientras Barrett toca y canta. Tampoco lo deja solo un momento, y suele colocarlo en la silla cada vez que Barrett se desorienta y levanta. Con mucho trabajo aparecie- ron dos discos tan geniales como caóti-

cos: The Madcap Laughs y Barrett, ambos

de 1970. Entre los dos álbumes, Syd junto a

David Gilmour y Jerry Shirley tocan en vivo para el Top Gear del programa de John Peel en la BBC. Sólo interpretan cinco canciones con cierta dificultad, entre ellas una que Barrett nunca gra-

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