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CINCELADORES DE PALABRAS


Congreso de los Diputados, en sus trifulcas en el hemiciclo, que además de divertidas, para aquellos que gozamos de la política, eran razonadas y políticamente correctas en ambos casos. Potter, junto con el psicólogo e investigador sobre el discurso,


Derek Edwards, trataron, en 1992, lo que llamaron el “dilema de la conveniencia”. Porque, al fin y al cabo, en un discurso de lo que se trata también es de inyectar el sentido tal que a mí me convenza y me beneficie. El dilema de la conveniencia se refiere a “cualquier cosa que una persona (o grupo) diga o haga se puede socavar pre- sentándola como un producto de su conveniencia o interés”. Del mismo modo que “un ofrecimiento se puede menoscabar presen- tándolo como un intento de conseguir influencia: La afirmación de la primera ministra de que es necesario rebajar los impuestos para impulsar la economía, se puede menoscabar presentándola como un intento de complacer al electorado justo antes de unas elecciones”. Estamos de acuerdo en que al realizar un discurso lo primero que hay que tener en cuenta es el objetivo, pero nunca hay que olvidar el interés de fondo que persigue.


En esencia: estructura, estilo y tono Los discursos en política tienen una estructura y un sentido ló- gico. La introducción es muy importante, como hemos visto en el discurso de Obama, que acudía al relato como recurso. Pero también lo es la estructura que no siempre tiene por qué ser de carácter “judicial”. En la mayoría de las ocasiones, un discurso po- lítico demanda, en los más profundo de su naturaleza, ser senci- llo. Pero pocas veces lo son en el nudo de lo importante. Cuántas veces oiremos decir “no entiendo nada de lo que ha dicho tal político”, “no entiendo la política”, “siempre dicen lo mismo”, “no dicen nada”, “me aburre la política”, “no hay quien les entienda”. Son pocas estas afirmaciones para la cantidad de comentarios que nacen casi a diario de boca de quienes cada cuatro años vi- sitan las urnas. Si las personas se mueven por percepciones, va- yamos a ellas. Y si de esas percepciones dependen las palabras, empecemos a usarlas. Por muy especializado que sea el grupo al que nos vamos a dirigir, el discurso siempre va a permitir un grado de libertad en la palabra, cierto grado de belleza y cierto grado de elocuencia. Hagámoslo. El cincelador de la palabra, antes de empezar a crearla, ha


de prepararla. El estudio, el encierro, la preparación de lo que después va a reproducirse sobre un papel en blanco, es quizás el momento más importante del discurso, al menos de aquellos que son laboriosos y cuyo objetivo no sólo es un objetivo en sí por el afán de comunicación, sino porque el objetivo es esperar a conseguir una respuesta por parte de quién lo escucha: una intención, sin duda, que se va a materializar (la conveniencia). En este caso, el cincelador tiene que ser un artista en el antes, en el durante, y en el después.


El estilo y el tono del discurso será la guía que lo acompañe


a lo largo de su recorrido. Son elementos que, por su propia na- turaleza, no pueden andar en solitario, el discurso necesita de ellos para completarlo en esencia. El tono no se escribe en él. Tampoco el estilo. Pero sí van implícitos en las palabras. El estilo lo embellece o lo afea. El tono marca la pauta y da color.


El cincelador de la palabra, antes de empezar a crearla, ha de prepararla. El estudio, el encierro, la preparación de lo que después va a reproducirse sobre un papel en blanco, es quizás el momento más importante del discurso...


Nos vamos… El cierre de un discurso remata todas las palabras que se han ve- nido diciendo a lo largo del discurso. Los recursos empleados a lo largo de él toman especial relevancia cuando hay un cierre que lo embellece por entero. El discurso de un nacionalista ga- llego en el Parlamento Europeo el pasado marzo cerró aludien- do a las gentes de la ciudad de la que hablaba y para la que ne- cesitaba “pasta” para impulsarla. Así es, sus gentes, el verdadero motor de la ciudad. Invitó a los asistentes a volver al principio de su discurso donde hablaba de una mujer que caminaba por la ciudad y por su compleja orografía. El final lo remató acudiendo a ella de nuevo acompañada ahora de niños, mujeres y hombres, mayores… lo remató hablando de sus playas y de lo que verda- deramente impulsa la ciudad, de quiénes son el verdadero mo- tor, el corazón. De este modo embelleció un discurso dirigido, no a la ciudadanía, sino a miembros de la Alianza Libre Europea consiguiendo, de este modo, captar su atención. “Hagamos que suceda”. Esas fueron las palabras que emitió al


final Alfredo Pérez Rubalcaba el día de la presentación de su candi- datura. Y las dijo cuando ya había finalizado y cuando los aplausos casi apenas lo dejaban hablar. Pero entre la multitud, resonaron con fuerza, pero la fuerza no fue el elemento principal: lo fue la emoción que acompañó prácticamente todo el discurso. Este cierre “hizo que sucediera” lo que el propio discurso esperaba: ilusionar.


Ángela Paloma Martín Fernández es periodista, consultora po- lítica y documentalista. angela@angelapaloma.com www.ange- lapaloma.com


OCTUBRE 2011 22


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