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esto no es una pipa Los últimos párrafos


una “caja negra”. Se trata de un lugar, de un espacio, donde se almacenan notas necrológicas con anticipación. Es decir, enjundiosas semblanzas de personajes muy conocidos que, en teoría, estarían a punto de –como se dice por ahí- cruzar al otro barrio, pasar a mejor vida, aban- donar el mundo material, palmarla, dejar, a fin de cuentas, el territorio de los vivos. Antes de que llegara el moderno sis-


P


tema editorial que hoy usamos, en la redacción de El Universal uno podía ver un grupo de páginas colgadas en una cartelera que recordaban la vida y obra de ciertos notables de la realidad venezo- lana. Estaban ahí, diseñadas con fotos y todo, sujetadas con chinches, a la espera del momento, anticipándose a aconteci- mientos que se suponían inminentes y para los cuales hay que estar preparados siempre. Ahora ya no están a la vista, pero se


sabe que están en alguna computadora aguardando salir a la luz para hacer más sencilla la labor del periodista de guardia el día o la noche en que, sorpresa, se pro- duzca el lamentable pero natural evento: ha fallecido… Puede que tal cosa resulte antipáti-


ca a algunas gentes de piel sensible. Pero, qué se le va a hacer, así es la vida. Y así es la muerte: no avisa, pero da pistas. Algu- nas de esas páginas, con todo, se alma- cenan durante años antes de lograr su entrada a la pauta de impresión. Los canales de televisión –o sus noti-


cieros- tienen sus cajas negras con repor- tajes audiovisuales del mismo tenor. Y hasta las emisoras de radio informativas toman previsiones al respecto. La orga- nización más sorprendente es la de las agencias de noticias: en este caso debe tratarse de la madre de todas las cajas negras, alimentada por reporteros de medio mundo y que llegado el día deja escapar un afluente de datos impresio- nantes sobre el personaje al que le tocó el turno de partir. Las agencias mandan


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lo. Monterroso ironiza un poco, especial- mente sobre el momento en que un escri- tor recibe la llamada de un reportero para recoger sus impresiones sobre tal o cual colega que acaba de fallecer y que se ha ganado su espacio en el periódico del día siguiente. El entrevistado se debatirá entre


callar o ganarse, él mismo, algunas líneas: “(…) en la mayoría de los casos la tentación de aparecer en los diarios es más fuerte que cualquier sinceridad, timidez o ignorancia; sin contar con que por su parte, subido en tu hombro, el Dia- blo te susurra al oído que si te pregun- tan es porque eres alguien y que si eres alguien no puedes quedarte callado; y si opones resistencia, al Diablo le queda aún el argumento de que si te obstinas en


| Edición Aniversario | Agosto 2010


uede que suene frío y cal- culador, pero desde tiempos remotos los medios suelen tener lo que algunos llaman


de todo: semblanzas de dos párrafos, de diez, recuentos de hitos en la historia del insigne fallecido, sus grandes o pequeñas obras y las tristezas o alegrías que produ- jo la noticia aquí y allá. En su libro La palabra mágica, Augus-


to Monterroso incluye un texto titula- do “Sobre un nuevo género literario”. Se refiere a la redacción de obituarios como un género literario, tal como dice el títu-


Oscar Medina L. ommedina@gmail.com


no opinar va a parecer que no te toman en cuenta”, escribió Monterroso. Monterroso plantea, además, que el


obituario está condenado a una existen- cia muy pobre: “Después de tres muertos ilustres sobre cuyo fin uno ha expresado ya su desconsuelo, ¿qué queda por decir del cuarto? El género existe: muy bien, ya lo inventamos; pero probablemente no haya habido nunca otro con menos posi- bilidades y menor futuro”. El gran cronista Gay Talese, también


abordó el tema desde su oficio: contó la historia de “Don malas noticias”, el señor Alden Whitman, redactor de las largas notas necrológicas que publicaba el New York Times en la década de los años sesenta. El texto de Talese cuenta que en el


Times llamaban “morgue” a “la sala donde se archivan todos los recortes de prensa y las necrológicas anticipadas”. Allí –obvia- mente antes de la era Internet- acudía el señor Whitman cada vez que aparecían informaciones sobre la enfermedad del ex presidente tal, del Papa, del importante empresario… y buscaba todo dato posible para enriquecer su pieza: “Para un redac- tor de obituarios no hay nada peor que la muerte de un personaje mundial sin que su necrología esté actualizada”, escribió Tale- se: “Puede ser una experiencia asoladora, como le consta a Whitman, que obliga al redactor a convertirse en un historiógra- fo repentino que ha de evaluar en cuestión de horas la vida de un hombre con lucidez, precisión y objetividad”. Una sola vez quise haber escrito una


nota de esta naturaleza. Leyendo lo que mi viejo maestro de periodismo y chisto- rras, Fanor Díaz, escribió en El Nacional en enero de 1999 sobre unos de sus refe- rentes, el recién fallecido Félix Laíño, subdirector del diario argentino La Razón, pensé que algún día lejano iba yo a redactar algo tan cargado de admira- ción y buenos recuerdos sobre Fanor. Pero estando aún con el periódico en la mano, ese 17 de enero de 1999 recibí la mala noticia. Y no escribí nada. Otro pupilo, con más camino andado, le hizo los honores. Desde entonces, el género obituario me ha sido esquivo.


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