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II La mar con un repunte de resaca fue acercando olas que, entre espumarajos,


envolvían inquietantes nubes de arena. Primero cubrieron el supuesto foso y lue- go los simulados farallones comenzaron a deshacerse. Las almenas y las torres de vigilancia se desmoronaron sin solución de continuidad… Y la mañana, en un punto, se rompió entre gritos histéricos, rostros descompuestos y padres que tapaban los ojos de sus hijos. Me acerco con curiosidad al montón de arena. Deba- jo del castillo estaba apareciendo el cadáver amoratado de una joven que el agua iba descubriendo. La multitud nos fue rodeando con curiosidad y angustia. Me sacudió un látigo de escalofrío. Mi desesperante esperanza no era más que un bello trozo de carne inerte y violáceo. Sentí que se me paraba el corazón. Eso fue todo… todo a mi alrededor dejo de latir y se quedó en una lacerante suspensión. Alguien la cubrió con una toalla. No recuerdo más, ni el espectáculo morboso de la policía, el juez y los testigos para la tramitación irremediable de un expediente administrativo que nos convierte, de amantes o amados, en objetos inanimados de investigación. No me importaba ya, me abstuve, me ausenté nublado por el horror y la pena. Nunca he vuelto a la escalera número siete, pocas veces más a la playa. Desconcertado mi amigo con una mirada inquieta quiso saber más. Saqué de


mi cartera un recorte de prensa amarillento que llevaba como tributo estéril a mi dulce desconocida. Era un cuarto de página, su fotografía en la arena con un pie que leyó en voz alta: “Aparece muerta una joven en la playa de S. Lorenzo. Se desconoce el autor”. Si, asfixiada con arena, no con agua. Eso afirma el suelto del periódico. Y poco más, que El Caso pudo o le dejaron publicar ¿Y los niños? En aquella época no hubiera sido socialmente admisible inculpar a un niño, añadí, tal vez esa es la osadía de ¿Quién puede matar un niño? Nos miramos en silencio. Cómo una maldición, sobre el murmullo del local, se


percibía entrecortado otra vez el estribillo del grupo Triana, “Abre la puerta niña y dale paso al amor…”. No, en este caso no fue posible. La imagen de su cadáver en un periódico, únicamente una fotografía, cada vez más ajada y desvaída, era el re- cuerdo triste de aquella joven hermosa. Amigo, conservo esta foto como el castigo a mi impotencia que hubiera podido cambiar su trágico destino.


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