Compré el manual, llegué a casa y fui leyendo un caudal incontenible de posibilidades y en un
cualquier sábado. La pena es que no llegué a experimentar aquella tentadora pro- puesta porque el microondas, fiel a los malos augurios de mi madre, se me rebeló a las primeras de cambio. En cuanto cambié la función calentador por la de cocina se operó un cambio sustancial en el comportamiento del horno aquel que pasó a tomarse la venganza por su mano. Lo primero con lo que quise probar fueron un par de patatas cocidas para
acompañar uno de los tupper de carne guisada de mi hermana. La cosa parecía fácil y rápida. Pelé las patatas, les hice unas cuantas incisiones con un tenedor, las salpimenté añadiéndoles un poco de orégano, las envolví en papel film y dejé que el aparato fuera protagonista durante diez minutos. A los cinco, les había dado vuelta. Pero ni con esas. Cuando saqué las patatas parecía que estaban cocidas, pero no había forma de meterles el tenedor: duras como piedras y desabridas como un trozo de madera. Pero eso fue solo el principio. A partir de ese momento
todo fue de mal en peor y el resultado de lo que iba metien- do en el microondas iba de desastre en desastre. Conseguí un pulpo a la gallega —rápido y fácil, 10 minutos, anuncia- ba el manual— con textura de granito y totalmente insípido; una tortilla de patata que al cuajarla se pegó a la sartén como falta de afecto; un pudding de chocolate que de pudding solo tenía el nombre y de chocolate, la denominación de la receta, de la que todavía tengo resaca. Y una tarta de manzana capaz de hacerme olvidar la repostería para siempre. Un domingo por la mañana, con tiempo y ganas, me atreví con
un arroz con verduritas que salió quemado y con unas manzanas asadas que, en fin, no salieron mal del todo, aunque no sabían a man- zana si no quizás a calabacín. Y aquella misma tarde de domingo, recalcitrante, y con complejo de culpa —nunca se me ocurrió que el culpable fuera el maldito microondas y desesperaba de mi pericia cu- linaria—, me enfrenté a un brownie de melocotón, tres minutos, y sin saber cómo ni por qué me salieron unas palomitas descafeinadas. Aquella misma tarde me di cuenta de que el microondas ya no calen-
taba el café, aunque dejaba la taza al borde del suicidio; así que, muerto de hambre y desconfiado de que la última pizza que me quedaba en el conge- lador llegara a buen fin con aquella máquina infernal, decidí dar por amor- tizado su precio de adquisición y tomarme una venganza. Había leído en las instrucciones que no era conveniente introducir utensilios metálicos, por riesgo de explosión, sobre todo si se trataba de tenedores, Dios y el fabricante sabrán por qué. Así que, como despedida, introduje en el horno microondas un cazo metálico y media docena de tenedores, pero antes de darle a la ruedecita que lo ponía en marcha, pensé que igual aquello era poco y me fui a la caja de herramientas, cogí un puñado de clavos y tornillos y los eché en el cazo. Le puse veinte minutos de tiempo y salí, cerrando la puerta como si no pensara volver. En lugar de coger el ascensor, bajé las escaleras andando. Cuando iba por el
piso segundo, oí la explosión, me encogí de hombros y seguí bajando con una son- risa de oreja a oreja, sin pensar en los destrozos que hubiera en mi cocina. Ya en la calle, donde en corrillos y desde las ventanas se preguntaban a qué
había obedecido aquella explosión, entré en el bar que hay enfrente de mi casa y pedí un pincho de tortilla y una cerveza. —¿Se lo caliento un poco en el microondas? —me dijo el camarero mostrán- dome el pincho con media sonrisa; y fue como si me diera un puñetazo en el estómago. Sin contestar, me di media vuelta y salí del bar. Fuera comenzaba a lloviznar, aunque no me importó mientras tomaba calle adelante en busca de otro establecimiento en el que no tuvieran microondas.
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