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Variaciones sobre el cuento “Castillos en la arena” de F.[rancisco]T.[rinidad], publicado en el número 43 de LUZ Y TINTA


¿Quién puede matar a un niño? José A. Gómez Sierra I L


a noche se había abrigado, una vez más en Oviedo, con el clima asturia- no, orbayu, neblina y la desagradable, pero siempre presente, sensación de humedad. Con estupor y cierto aire de repulsa, añadió mi compañero


de pensión, acabábamos de asistir al estreno de la última película de Narciso Ibá- ñez, ¿Quién puede matar a un niño? Los comentarios de los espectadores alimen- taban indignación, más que desagrado, formando amplios corrillos en la calle y concitando especulaciones sobre algún mensaje subliminal. Añadían, al conocido director, sin duda, se le había ido la mano negra. Sin recordar que en títulos an- teriores atisbara sobre el lado oscuro de la mente con Historias para no dormir, La Residencia y otras. La llegada inoportuna de un jeep de la policía nacional dispersó en silencio ominoso los últimos rezagados. Nosotros aprovechamos una cafetería cercana al Palladium, más para evitar una rápida disolución de nuestro estado de ánimo sobre la osadía del director que por el interés de consumir. Algo de Triana sonaba alegre en la muzak del local. Recompuesto al calor de unos vinos y cabiz- bajo, mi amigo no acertaba a interpretar la inquina morbosa de la película hacia la niñez, que todos recordamos como algo sencillo, puro, casi inconsciente… donde la ausencia de malicia es consustancial. Y sin saber muy bien por qué, o tal vez por todas esas razones que le inco-


modaban, recordé un luctuoso asunto, noticia del semanario El Caso, que había presenciado de vacaciones en Gijón algunos años antes. Tal vez añadiría alguna luz al desconcertante tema de la película o tal vez, seguramente, no tendría nada que ver con ella. Lo dejé a su elección y comencé. Un verano, en la playa de San Lorenzo, acertaba a colocar mi toalla frente a la


escalera número siete porque ésta coincidía con la calle próxima a mi residencia en la ciudad. Pero sobre todo y principalmente, por el hecho fortuito de contar desde el primer día, en el mismo rincón, con la compañía invariable de una joven hermo- sa, no exuberante, sino deliciosamente atractiva. Debo añadir, que desde el primer momento había intentado todo tipo de aproximaciones amistosas. Pero en su caso no había pasado de un formalista, buenos días, y un posterior seco, hasta luego, que


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