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impedían toda posibilidad de una relación más alentadora. Cada día bajaba a la pla- ya con el mayor de los entusiasmos y volvía con la mayor de las frustraciones. Aún la recuerdo perfectamente. Morena, con la melena y el flequillo al estilo London de la época. Cool diríamos ahora y entonces ye-ye. Delgada, pero con las proporcio- nes debidas al canon clásico femenino. La suponía, como yo, de vacaciones y libre también. Lo que añadía mayor acicate, si cabe, a mis posibilidades de conquista. Echados en la arena los dos, de reojo, atisbaba la diferencia de tono que iban ad- quiriendo sus senos cuando cambiaba de postura o la configuración inestable de su bikini en la entrepierna que espoleaba mi excitación. Cada día, variados trajes de baño acentuaban la sensualidad de su cuerpo que, a pesar de su indiferencia total, no mitigaban un ápice aquella desazón juvenil. Así pasaron los días, sin gozo ni gloria para mis prepósitos. Y una mañana, mi ansiada, mi codiciada vecina no es- taba. La busqué con la mirada, no se hubiera apartado de nuestro rincón habitual. No la vi. Maldije no haber sido más eficiente días atrás. Incluso pregunté a un grupo de niños que se afanaban en la construcción del mayor castillo de arena que yo hubiera visto nunca. Ensimismados en su enorme tarea, no sin cierta estética, ni me contestaron. Recorrí algunos metros de playa inútilmente. Para calmar la desasosegante ausencia pensé que tal vez el día, algo desapacible, le habría desa- nimado. Aún mejor, que se retrasaba y acabaría por aparecer más tarde a mi im- postergable cita. Decidí esperar y cumplir diligente mi sesión de playa. Tampoco tenía alternativa. Desconocía todo de ella. Incluso su nombre. Tan ineficaz había sido. Mi compañero de habitación comenzó a mostrar mayor interés, seguramente más por la muchacha que por el relato. Los niños, cuatro o cinco, continuaban con su desmesurada labor entre risas y chapoteos. De vez en cuando, uno, que parecía mayor, me miraba de soslayo como si supiera algo que no me hubiera dicho. O tal vez, sólo fueran figuraciones mías. Sin descanso, con su trajín festivo y desenfada- do durante toda la mañana, que desataba el entusiasmo y regocijo de otros niños que se acercaban prudentemente pero sin atreverse a intervenir, permitieron que el tiempo trascurriera con cierta premura. El castillo almenado fue rematado con torres de vigilancia, que nacían de la forma de uno de los cubos de plástico. Las ventanas góticas, de alguna imagen televisiva, alternaban con ojos de buey per- forados con una tapa de betún. Pero sobretodo, su forma alargada de casi dos metros, como si el patio de armas se ubicara en los sótanos, obtenía murmullos de asombro entre los paseantes por la zona. La mañana estaba solicitando relevo. Los altavoces instalados a lo largo de la playa, entre canción y canción, inexorables habían marcado las horas, las medias, los cuartos....Y mi deseable compañera no había aparecido. Irónicamente, en ese momento, chisporroteaban “Ciao, Ciao Bam- bina…” Por evidente, la insinuación me resultaba patética…La marea comenzó a subir y aquellos incansables chavales dieron por concluida su labor. Recogieron sus cacharros y entre risas y empellones se alejaron escaleras arriba dejando el castillo perfectamente acabado, aunque a merced del agua cada vez más próxima.


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