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como borrosos vagones con ruedas de un inmenso circo ambulante. Creo que los hemos llegado a usar todos, porque al igual que ocurre con todas las cosas en Birmania cada nueva ex- periencia vivida, cada historia ponía a prueba la similitud con cualquier práctica conocida anteriormente. Será difícil para mí olvidar la extrañeza de su paisaje oriental, envuelto en neblina, calor y flores tropicales; las piraguas deslizándo- se por las aguas del lago Inle, sus campos de arroz y bambú, su jungla especialmente densa, las mujeres lavando las ropas en las orillas de los ríos o bañándose en sus aguas sin desprenderse de sus vestimentas; así como sus aldeas y sus casas he- chas de bambú y quicha de palma, rodeadas de jarras de agua de barro, pollos, cerdos, perros…, o los rinco- nes sombreados y aromáticos de sus mercados. El sol sale que sale en Birmania es


riormente al viaje había leído sobre este tema, pues Amnistía Internacio- nal denuncia que estos trabajos se realizan de manera forzosa, hasta el punto que deslocalizan y desplazan de sus aldeas a las trabajadoras. Yo no lo he llegado a ver pero en infor- mes de hace diez años se hablaba de la utilización de presos disidentes atados a grilletes.


Contemplar sus primitivos me-


dios de transporte de tracción san- gre también es alucinante. Con la llegada de la motocicleta, la bicicleta hasta ahora el medio más utilizado empieza a ocupar un segundo lugar.


Las flotas de sus autobuses colecti- vos están totalmente obsoletas y son comprados de tercera o cuarta mano a países como China. Ver la ciudad en movimiento, o contemplar los transportes en cualquiera de las “ca- rreteras” birmanas, es algo que ha quedado grabado en mi retina. Con- templar cómo unas veces llameaban entre nubes de polvo, abarrotados de pasajeros donde los techos de los vehículos son tan importantes como los incomodos interiores, al princi- pio me llamaron poderosamente la atención; luego, con la costum- bre pasaban a nuestro lado sin más,


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diferente del que sale en el resto del mundo, así piensan los birmanos y no están muy descaminados en esta apreciación. Bastaba con mirar el cie- lo para comprobarlo; para ver cómo bañaba los caminos, cómo rellenaba sus sombras, destruía la perspecti- va y sus texturas, y daba brillo a las tulipas de las pagodas. No me quie- ro imaginar cómo tiene que ser allí la estación del verano, con ese sol que arde, y chisporrotea, sus pues- tas de sol en el horizonte son como un daguerrotipo en llamas, una luz sobreexpuesta y con sus bordes des- pegados. Me puedo imaginar a la perfección cómo tienen que ser los espejismos de sus paisajes en la épo- ca estival, el fantasma de luz y agua que los birmanos llaman “tan blat”. Las mujeres caminan bajo sus sombrillas, sus delgados vestidos de algodón se estremecen agitados por la brisa, sus pies casi descalzos las llevan hacia los límites de la percep- ción, como último recuerdo, creo que


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