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nas de ruidos interminables que impedían dormir… lo que provocó que to- dos los fines de semana, las “lecheras” de la policía y, en ocasiones, las tan- quetas de antidisturbios ocuparan la plaza, haciendo frente a una situación cada vez más insostenible, en las que los radicales llegaron a hacer barrica- das con coches atravesados y contenedores en llamas para impedirles el paso. El certificado de defunción se firmó el 19 de noviembre de 1999. A última hora de la tarde, Enrique Urquijo, cantante de Los Secretos, fue hallado muerto por sobredosis en un portal de la Calle Espíritu Santo, en el centro del barrio en el que un día encontró la fama. Oficialmente, la Movida Madrileña ya era historia. El azar quiso que quince años más tarde volviera de nuevo a Malasaña. Por


fortuna, el escenario que me encontré dista mucho del campo de batalla que yo recordaba. Unos de los detalles que más me sorprendió fue ver jugar de nuevo a los niños en la Plaza del 2 de Mayo, escenario de tantas revueltas. Evidentemente, el barrio había cambiado. En esencia, mantenía el mismo encanto arquitectónico de siempre, perdurando el adoquín en sus calles, el ladrillo rojo en sus fachadas, las flores en sus balcones, los mercadillos en sus plazas… pero pronto noté una sutil diferencia: los radicales y drogadictos habían sido sustituidos por unos tipos de barbas largas y ropa informal, que paseaban perros o montaban en bicicleta. Las calles se habían llenado de tiendas de todo tipo, en las que se podía encontrar desde ropa de vanguardia hasta camisetas y objetos artesanales, pasando por loca- les donde, sin moverte del sitio, podían degustarse comidas biológicas, japonesas o argentinas y luego comprar un par de kilos de fruta de temporada para llevarlos a tu casa junto a una botella de vino ecológico sin sulfitos. Comprobé con alegría que, una vez más, el barrio había logrado renacer de


sus cenizas y se había convertido, por méritos propios, en el más vanguardista de Madrid sin perder su esencia castiza, en el que conviven perfectamente lo antiguo y lo moderno, los carteles originales de las viejas farmacias con los graffitis y las últimas tendencias de arte urbano, el que puedes encontrar a un vecino comprando el pan en zapatillas en un pequeño colmado mientras, en el estudio de al lado, unos tipos de apariencia temible te ofrecen las últimas novedades en tatuajes. Sin embargo, nuevos peligros acechan por el horizonte: el fin de las rentas


antiguas está llevando a la desaparición de pequeños comercios al no poder asumir el pago de los alquileres, siendo sustituidos en la mayoría de los casos por lujosas cafeterías o por franquicias de regalos y complementos, mucho más rentables que la tienda de chuches o la vieja ferretería. Poco a poco, la fisonomía del barrio se está alterando y la identidad que lo caracteriza se va perdiendo, pero, a pesar de todos los avatares y de las trampas que le tenga reservado el destino, tal como reza en una ingeniosa inscripción situada en una de sus calles, “Siempre nos quedará Malasaña”.


Jose M. Gonzalo 45


Luz y Tinta


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