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Rolls Royce. Llevaba unas doce horas muerto. Inmediatamente —enfatizó el policía—contactamos con usted, como familiar más directo y capaci- tado. Recién llegado de París, después


de cuatro días de viaje de negocios y placer, escuchaba impasible las explicaciones. Tras agradecer al co- misario todas las gestiones, condu- jo el A4 gris metálico hasta su piso de soltero en el barrio de Chamberí. Al día siguiente iría a la residencia donde su madre no le reconocería, y en su parloteo, cada vez más débil, preguntaría por su único hijo, desde ayer muerto, y le respondería, estoy aquí, yo soy tu único hijo. Así había sido hasta cumplir los dos años. Así seguiría siendo. Abrió la puerta del frigorífico.


Necesitaba beber. Sentado en la pe- numbra del salón con un botellín de cerveza, observaba desde su sillón las vidas ajenas en las ventanas re- cién iluminadas de la ciudad. En la casa de enfrente, en el mirador del quinto, la sombra de dos niños detrás de las cortinas le trajo a la memoria sus juegos infantiles, los llantos de nena quejica con los que su hermano acudía a su madre cuando él, victo- rioso tras una persecución, le sujeta-


ba con inquina contra el suelo. Para él esas travesuras terminaban casi siempre en castigos, y aprendió que cuanto más lejos mejor. Al morir el padre, su hermano, se


había quedado al frente del negocio en el que llevaba implicado desde sus años de estudiante. Cerca de casa había una prestigiosa escuela de Ad- ministración de Empresas y llegó a diplomarse sin dejar de trabajar. Por el contrario, él había eligido


una carrera que le sirvió para tomar distancia. Sus padres lo consintieron con desagrado. La empresa familiar no necesitaba un traductor. Durante unos años vivió en paz entre Inglate- rra, Francia y Alemania. Se organizó sin lujos con los ingresos regulares de una editorial. Su economía fluía sin sobresaltos. A veces una palabra por teléfono, un “si hicieras como tu hermano”, crispaba su armonía. Unas Navidades, fascinado por lo que vio, decidió regresar. La vivienda de la finca de recreo había sido trans- formada en una gran mansión de espacios amplios y luminosos. Tras sus paredes de cristal se perdían los campos de encinas y la vida salva- je. Se instalaría en la habitación del sur, pensó, mientras la familia con- tinuaría anclada en la ciudad aten-


diendo los negocios. Pero no fue así. Tuvo que trabajar a las órdenes de su hermano, junto al sospechoso de homicidio — o asesinato, no estaba claro—, hasta que harto de su autori- tarismo y sus encarnizadas disputas, renunció a su participación. A lo que no estaba dispuesto a renunciar era a la casa de campo. La copropiedad estaba registrada a nombre de Viuda e Hijos. Han pasado algo más de dos años


desde que apareció el coche y el ca- dáver en la ruta de la finca de recreo. El caso aún está abierto. El loco y su mantra han sido ingresados en un psiquiátrico. El hijo único ha realiza- do tediosos papeleos para resolver el asunto de la testamentaria. Por fin ha conseguido lo que deseaba, y se ha instalado en la vivienda con pleno dominio. Al abrir la puerta de la habitación


sur, un entrañable aroma a sábanas limpias recién planchadas salió a re- cibirle. Dejó sobre la mesilla de no- che el libro “Los Enamoramientos” de Javier Marías, y miró por la venta- na. Dos calandrias, tal vez hermanas, compartían pacíficas la rama de un espino. Una comía el fruto rojo.


Gloria Soriano Luz y Tinta - 35


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