Se casó y tuvo dos hijos, y e llevaron a las minas donde s casi le cuesta la vida.
vida, paralizándole las extremidades inferiores y su brazo derecho. Ante tanto sufrimiento, decidió acabar con todo, lanzándose desde un puente, lo que pudo evitar una mujer en el último momento al di- suadirlo de ello, y que más tarde le llevó a su casa, y le cuidó, además de sufragarle una costosa operación con la que medio recobró la movilidad de sus piernas y brazo, aunque aún pa- dece de frecuentes y fuertes dolores de espalda, y la movilidad en su mano derecha aún es muy limitada. Terminó formando una pareja con
esta mujer, con la que convivió du- rante varios años, hasta que un fatal accidente de tráfico puso fin de forma drástica a tanta buena suerte apare- cida en aquel puente. De nuevo Rudolph se dispuso a
buscar y transitó por muchos países, esperando que de nuevo se cerrase el ciclo, como él dice: “ después de algo malo, siempre ocurre algo bueno, pero también a la inversa”. Según él: “Por siempre hay que estar dispuesto a esperar que llegue lo bueno, que acabará llegando”. Entre todos esos países, la India-
le marcó y le enseñó a vivir con muy poco, solo lo esencial. Aprendió allí a desprenderse de lo material, como
lección de vida y fortaleza. Ese hom- bre, al que todos creíamos ajeno a la realidad social de nuestro pueblo y nuestro tiempo, no era así, sino todo lo contrario. Rudolph, en aquel suelo frio, y sobre el que yo me encontra- ba ahora, nos contemplaba a todos, y creo que él sabría mejor que nadie de nuestros paseos por la ciudad, de nuestras caras, de nuestras prisas y de las conversaciones que seguramente escucharía de la gente que pasaba cerca de él y que, aunque no repara- ran en su presencia, a él le traerían tantos recuerdos. Poco a poco fui percibiendo que
tanto como su personalidad me sedu- jo a mi, todo lo de aquí, la vida en “La Isla” también le había seducido
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a él: el clima y las gentes de la Bahía de las que admiraba su forma de ser y filosofía de vida, le acabaron atrapan- do. También por la caridad que con él gastaban, y ahora bastante resentida por los tiempos que vivimos. Yo, allí sentado, me sentía más y más pequeño cuanto más me hablaba Rudolph de su vida, y así me contó que tiene 53 años y que es de Checo- slovaquia, y que en la Primavera de Praga, cuando tenía 8 años, vio cómo los soldados rusos fusilaban a sus pa- dres. También me dijo que se casó y tuvo dos hijos, y que el régimen, al ser disidente, lo separó de su familia, y lo llevaron a las minas donde se vio forzado a trabajar, hasta que sufrió un accidente que casi le cuesta la
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