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grupo de rock and roll habíamos quedado para tomar unas sidras en un establecimiento de la calle Fuencarral muy popular por en- tonces en Madrid, llamado Co- rripio. Aún recuerdo lo ricos que estaban los trozos de empanada de chorizo con que acompañá- bamos la sidra, y que hacían del local un sitio muy frecuentado por pandillas antes de ir a tomar unas copas a horas más avanzadas de la noche.


En la acera de enfrente, a la puerta de una tienda de las que abren las 24 horas del día, había un mendigo pidiendo de pie con la mano extendida, a la espera de que algún viandante depositase en ella alguna moneda. Y, a dife- rencia de la anécdota anterior, éste sí era un indigente de los característicos. Ropa en muy mal estado, suciedad de la cabeza a los pies, apariencia de no haber pasado por un sólo buen momen- to en los últimos años.


Ni por un momento dudé de que era un yonki. Sus manos temblo- rosas, las constantes pérdidas de equilibrio, los ojos perdidos en el infinito, todo indicaba, al menos aparentemente, que la limosna que estaba pidiendo no iba ser precisamente para comer. Yo lo intuía, pero lo que me conmovió fue su mirada. Indudablemente era un hombre joven, no creo que superarse los 26 ó 28 años, y tenía pinta de haber sido muy atractivo en otro momento. Sus ojos eran de un azul intensísimo, y el cabello, debajo de la capa de suciedad, era rubio y largo, así como su barba. De hecho, asea- do y en bañador, posiblemente hubiera pasado por un surfista en las playas de California.


30


La mejor forma que tengo de des- cribir la mirada de aquel hombre era la de un perrillo abandonado. Movía los ojos de abajo a arriba, con mirada de súplica, a toda persona que pasaba a su lado. Y, como suele ser habitual, nadie le hacía caso y mucho menos com- partía con él alguna moneda de sobra.


Nadie hace absolutamente nada que no entienda, al menos en su subconsciente, que le va a proporcionar un beneficio directo o indirecto


Estuve observando durante 10 o 15 minutos, los suficientes como para saber que, de seguir así la tarde, la frontera entre un men- digo suplicante y un atracador en potencia dependería solamente de la hora de la madrugada en la que nos encontrásemos con él.


Y me sucedió como de costum- bre. De modo impulsivo crucé la calzada, me dirigí hacia él y le dejé en la mano una moneda de 500 pesetas (3 €), que, sin ser precisa- mente un capital, era indudable- mente mucho más de lo que este hombre podía esperar a lo largo de las próximas horas.


No hace falta que os cuente la mirada de agradecimiento, sin mediar una sola palabra, que este mendigo me dirigió. Aún recuerdo la sensación desagradable de su mano callosa al dejar la moneda en ella. Yo era muy consciente de para qué iba a utilizar esa limos- na, pero aún así me alegré de habérsela entregado. En el fondo, pensé, también tiene derecho a


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