desagradablemente.
-”Lo siento, perdóneme, es ver- dad. Gracias.”
Proseguí mi camino hacia casa, pero en unos minutos comencé a sentir remordimientos. No olvi- daba lo seco y cortante que fui con él, sobre todo en contraste con lo humilde y educado que él se había mostrado. Y el hecho de llevar un buen dinero en el bolsi- llo comenzó a hacerme sentir aún peor. Siempre que me ocurre algo así pienso en lo mal, lo realmente mal que alguien tiene que sen- tirse para abordar a otra perso- na por la calle y pedirle ayuda. Por poner una comparación en el ámbito empresarial, muchas personas rechazan puestos co- merciales porque tienen terror a vender a puerta fría, debido al miedo a asaltar a otras personas y a sentirse despreciados por los potenciales compradores.
Una vez que aparqué el coche, tomé la decisión de volver andan- do al semáforo donde estaba el mendigo. Mientras iba caminan- do hacia allí, separé un billete de 5.000 pesetas (30 € de ahora) del resto, y lo guardé en otro bolsillo. Al llegar al cruce, allí seguía el hombre naturalmente. Avanzando hacia él, le examiné para consta- tar nuevamente que algo no enca- jaba, no era un mendigo al uso.
-”Disculpe” -le dije cuando los co- ches se pusieron en movimiento-. “Antes le he dado unas monedas en mi coche, y no sé lo que me estaba diciendo, no le he dejado terminar.”
Lo cierto es que no sabía cómo iba a reaccionar, si resultaba
desafiante lo mismo me daba la vuelta y me volvía a casa sin más miramientos. O a lo mejor mere- cía la pena oírle.
Él, siempre con la vista gacha, me miró de reojo y me reconoció perfectamente.
-”Bueno, le decía que hoy operan a mi mujer y no tengo dinero para comer en el hospital, y es que me gustaría quedarme a su lado, y…”
Una vez más me sorprendí con este hombre, esta vez por la res- puesta que me había dado.
-”¿Que no tiene para comer en el hospital?” -volví a preguntar-. “Pero… ¿qué le ha pasado?”
Por primera vez me miró direc- tamente a los ojos. Y me descon- certó por tercera vez, siendo ésta mucho más desagradable que las anteriores.
Me pidió que mirase a la cicatriz que deformaba horriblemente lo que en otro tiempo fue su ojo de- recho, y se abrió el párpado para mostrarme claramente el alcance de su herida. No voy a negar que se me puso el vello de punta sólo con verlo, no quería ni imaginar-
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