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la cantidad de mendigos de diferente tipología con los que nos cruzamos, y que de una manera o de otra buscaban que les regalásemos algunas monedas. Quiero dejar cons- tancia de que no soy ningún antisistema crítico con el gobierno de la ciudad, es más, soy de la opinión de que Ma- drid es una población moder- na, limpia en general, bastante bien abastecida de recursos y con un notable índice de ri- queza; pero es innegable que existen problemas sociales, y también lo es que el verano hace que muchas personas que no tienen otro modo de ganarse la vida traten de recu- rrir a la afluencia de turismo para conseguir un poco más de calidad y confort. Y aun- que así mismo pienso que las mafias que controlan el nego- cio de la mendicidad recurren sistemáticamente al chantaje emocional para encogernos la tripa a los que hemos tenido más fortuna que los mendigos que nos piden ayuda -¿alguna vez te has preguntado por qué tantas personas que pi- den limosna en los semáforos llevan una muleta cuando no parecen tener ninguna lesión aparente en las piernas más allá de una cojera que bien podría ser simulada?-, la visión de alguien mendigando, de pie entre la multitud o senta- do contra la pared, tocando el acordeón o vendiendo “La Farola”, me hace daño y me conmueve.


Dice la gente que me conoce que soy de corazón fácil, que resulta sencillo darme pena y “llevarme al huerto”. No sé si


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es verdad, o si mi sensibilidad es mayor o menor que la de otras personas, pero recuerdo y tengo muy presentes algu- nas experiencias a lo largo de mi vida que apuntan en esa dirección.


Una de ellas tuvo lugar cuan- do tenía no más de 22 ó 24 años. Por aquel entonces trabajaba como profesor de informática y también tenía responsabilidades comercia- les, lo que significa que de vez en cuando cobraba alguna comisión más o menos cuan- tiosa.


mente abundante, así que yo iba pensando en darle un pellizco a mi hermano mayor para que se comprase esa placa base de ordenador que buscaba hace tiempo, regalar- le a mis padres un modesto viaje de fin de semana, cosas así.


Cuando estaba a un par de manzanas de casa, en la obligada parada de un semá- foro, un mendigo se acercó a mi ventanilla abierta y me pidió una ayuda, sacándome de inmediato de mis pensa- mientos. Me chocó un poco el aspecto cuidado que mostra- ba, bien aseado y peinado, así como la ropa que vestía, que una vez debió de ser buena. De forma inconsciente eché mano al bolsillo, y le puse en la suya unas monedas que llevaba sueltas, y que al cam- bio actual podrían sumar uno o dos euros.


El hombre, con la cabeza agachada y sin mirarme a los ojos, me habló con educada humildad diciéndome:


Recuerdo que un día de diario cualquiera llegaba condu- ciendo a casa de mis padres, donde aún vivía, con un di- nerito en el bolsillo. Como la situación económica familiar en aquellos momentos no era muy boyante que digamos, un ingreso extra como ése solía significar un balón de oxígeno que nos permitía respirar un poco, o darnos algún capri- cho, ¡qué diablos! Pero aquel día la comisión era especial-


-”Señor, no quiero ser desa- gradecido, pero ¿no podría darme algo más? Es que hoy…”


No le dejé terminar. Me sentí un poco invadido, y pensé que ese hombre, al verme con traje y corbata, quería apro- vecharse de mí creyendo tal vez que era un joven ejecutivo adinerado, lo que, sin duda, no era.


-”Oiga, ya le he dado lo que llevaba suelto”, le respondí


Leroy Allen Skalstad


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