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“Nubosidad”, de Guillermo F. Fernandez Nubosidad


La noche ha sido larga, insomnio poblado de recuer- dos, nostalgias y agujeros negros, incontables cigarrillos consumidos en medio de la oscuridad sólo rota por la tenue luz de unos faroles que apenas se adivinan sobre la quieta superficie de un mar cercano e invisible. El aire espeso me envuelve y su pesadez empeora, aún más si cabe, mi derrumbado estado de ánimo. Ya no deseo nada, ya no espero nada, sólo la tregua que me traerá el amane- cer cuando los fantasmas se tomen un descanso hasta la próxima noche y la luz del sol brille de nuevo y me ceda un poco, sólo un poco, de su calor para poder seguir sobrevi- viendo en medio de esta nada. Unas horas más y la visión de esta pequeña bahía inundada de reflejos de vida me devolverá la mía hasta que los últimos rayos del atardecer se pierdan.


Agotado, acabo quedándome dormido en el sillón de


la terraza que acoge mi tristeza desde hace días; cuan- do despierto no abro los ojos, extrañado porque no hay apenas luz que atraviese mis párpados y sé que llevo ho- ras durmiendo. Tengo miedo, no quiero verlo pero… ¿qué sentido tiene retrasar lo inevitable? Los abro. ¡¡¡Dios!!! ¿Dios? No, no hay dioses pero desde luego que este es su castigo: la niebla se ha instalado en la ensenada, el sol es únicamente una zona algo más iluminada en un cielo desesperantemente uniforme, los barcos fondeados apenas siluetas desdibujadas, todo sonido ha sido tragado por la humedad que me rodea. ¿Dónde está la luz, dónde mi asidero, dónde mi reposo? Estoy solo, estamos solos, todo lo que no seamos estos barcos y yo no existe. No se


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mueven, no me muevo, permanecemos detenidos, teme- rosos de que cualquier cambio de posición delate nuestra presencia y el gris nos diluya a nosotros también. Pero mi mente no, ella no puede, no sabe detenerse, y sigue im- parable por sus propios derroteros y recuerda una estam- pa japonesa que vio hace tiempo, tan sencilla y perfecta que con apenas cuatro trazos había recreado otra bahía y otra niebla, y que entonces me había parecido tan hermo- sa que me retuvo largos minutos frente a ella. Y entonces comprendí que estaba en una de esas en- crucijadas de la vida que uno sabe decisivas, que estaba detenido en un instante del que, a partir de ahora, de- pendería todo. No, no puedo decir que se desencadenó una lucha en mi interior, simplemente seguí mirando a aquellos barcos y llegó un momento en que, con absolu- ta tranquilidad y quedamente me dije «basta» y empecé a soltar las amarras del pasado y decir adiós a todos los recuerdos. Sólo entonces, mientras uno a uno salían por la puerta, comenzó a entrar por ventanas y resquicios la belleza de las líneas suaves y la ausencia de contrastes, los cientos de tonos que escondía el gris y la aterciope- lada luz que desprendían, la belleza de aquel agua que era espejo. Me vaciaba y me llenaba, donde había visto melancolía ahora encontraba serenidad, donde había res- pirado plomo ahora hallaba deliciosa y caliente humedad y en los horizontes apenas entrevistos encontré mil posi- bles paisajes.


Entonces supe que volvería a vivir. 2Cristina Capracci


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