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metido los últimos veinticinco años en grupos, esforzándose al máximo por conseguir un sonido atractivo, la comunión con el resto de integrantes y la llave para interpretar solos improvisados y creativos... Baste con decir que aquella noche se me cayeron algunos castillos de naipes, al tiempo que se produjo en mí un aprendizaje que compartiré con vosotros.


En ese concierto tuve oportunidad de contemplar, en vivo y en directo, eso que suelo comentar dentro de la sala cuando trabajo con empresas: el carácter sistémico de los equipos, cómo lo que cada integrante hace o no hace, dice o no dice, tiene repercusiones en el resto, y por tanto en el resultado final.


Llevo más de tres décadas escuchando big bands, la mayor parte de ellas -aunque no todas- estadounidenses y del período comprendido entre 1930 y 1960. Estoy familiarizado, posiblemente abducido, por el sonido de las bandas de Duke Ellington, Count Basie, Benny Goodman, Glenn Miller, Fletcher Henderson... Como dice Josué Santos, mi profe de saxo y un buen amigo mío, “es que a ti te gustan San Pablo y San Mateo”, refiriéndose a que mis músicos de referencia son lo me- jorcito que ha habido en la historia de este género.


¡Qué coordinación todos ellos! ¡Qué genialidad! ¡Qué respeto con el volumen y el protagonismo cuando era el turno del solo de otro compañero! ¡Cómo se no- taba la mano firme del director de la banda, reforzando el carácter y el sonido personal de cada músico a lo largo de miles de horas de ensayo, y templando al tiempo los egos para equilibrar la labor de conjunto! ¡Qué diferencia, en fin, con el brillante y triste combo que tuve la oportunidad de escuchar aquella noche de verano!


En vez de observar satisfacción y disfrute de cada uno con la intervención de su compañero, lo que vi fueron señales inequívocas de rivalidad y competición. Egos en liza, batallas de protagonismo, lu- chas sin cuartel en pos del objetivo parti- cular, y una absoluta falta de alineación, de interés por la meta grupal. Los solos se confun- dían


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