resto de los días era muy diferente. El hora- rio del piano era inusualmente temprano, así que comenzaba a tocar a eso de las siete y media y terminaba antes de la medianoche. Ello nos permitía, a los clientes y a mí, com- binarlo con nuestras respectivas profesiones por las mañanas sin parecer zombies. El aspecto del salón los días de diario era muy diferente del que tenía los fines de semana. Es cierto que lo frecuentaban varias parejas habituales, y algunos amigos tam- bién músicos hicieron del Teclas el punto de encuentro diario... Pero aún así, el flamante YAMAHA negro no lucía tanto, y la música que salía de él era por fuerza mucho más íntima, por no decir solitaria, que las noches de bullicio.
Y una tarde cualquiera, llegó ella. Preciosa, perfecta, angelical. Con una melena castaña, lacia, y unos ojos capaces de iluminar una ciudad. Vino acompañando a sus padres, que optaron por quedarse al principio del local, en la pequeña barra que precedía al salón, y que era la preferida por aquellos clientes que deseaban conversar más ale- gremente o compartir alguna ración con los amigos.
Pero ella tenía otros planes. Lentamente, tímida y curiosa al tiempo, mirándome a los ojos, se acercó al piano, sin duda fascinada por la música en vivo. Es un efecto que sue- le producirse en las personas que no están acostumbradas a este tipo de locales.
La belleza de la melodía se ve subrayada por la intimidad de la conexión humana, por la mirada cómplice y los matices de expre- sión musical. Si alguna vez he enamorado a alguien tocando el piano, ésa fue la oca-
sión... aunque ella no tenía más de siete u ocho años.
Con mucho esfuerzo, logró acercar una ban- queta alta, muy pesada para su edad y tama- ño, a la cola del piano. Sin dejar de tocar, yo observaba divertido las peripecias que sufría para subirse a la banqueta mientras man- tenía sus ojos clavados en los míos, como si dejar de mirarme por un segundo fuera a desvanecer la magia del momento. Vi a su madre asomarse al salón para comprobar
si la niña estaba molestando, y volver a su conversación tras mi tranquilizador guiño de complicidad. Y mientras tanto, ella, mi Prin- cesa, ya había encontrado ubicación sobre la negra tapa del YAMAHA.
La vi con la cabeza apoyada sobre una mano, en una postura que transmitía fasci- nación más que atención. Los niños sienten mucha curiosidad por ver el mecanismo de un piano en funcionamiento, pero ella no. Ella me miraba a mí, no había otra cosa que ambos en aquel instante. Y yo, por dar gusto a mi excepcional acompañante, comencé a tocar todo el repertorio de películas de
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