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Jam Session


Iván Yglesias-Palomar Coach Ejecutivo y de Equipos


Música y lágrimas


Llevo muchos años tocando el piano de cara al público. Nunca ha sido mi activi- dad principal ni mi profesión en el estricto sentido de la palabra, pero sí es cierto que he tocado infinidad de veces en todo tipo de clubs y locales, en unas ocasiones como so- lista, otras en grupo y muchas más acompa- ñando a cantantes o a otros instrumentistas.


De todos los trabajos que he realizado en este área –me resulta curioso usar la palabra “trabajo”, para mí sólo ha sido un hobby a veces remunerado-, sin duda los preferidos han sido los de amenización. Adoro tocar el piano para poner banda sonora a una cena íntima, o a una reunión de amigos, que pa- recen no prestar atención a la música pero que sin duda se dan cuenta del vacío que se produce cuando el pianista deja de tocar. Me permite pensar, estar a mis cosas mien- tras los dedos van funcionando con vida propia, acostumbrados al camino que tienen que recorrer sobre el teclado porque lo han hecho millares de veces. Es una especie de terapia, de momento de introspección, que me permite disfrutar de la armonía y mez- clar mis propios pensamientos con las ideas geniales de los compositores que crearon las melodías.


En cualquiera de estas noches, se produ- ce el lógico contacto con el público entre pase y pase. A veces recibo felicitaciones,


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otras veces peti- ciones sobre algún tema en concreto, en varias ocasiones


me ha pasado que algún despistado me pide que toque cierta canción, que resulta ser exactamente la que acabo de interpretar en ese instante... En fin, lo habitual. Pero una vez, hace más de veinte años, me sucedió algo que sigue emocionándome cuando lo recuerdo, algo especial protagonizado por una clienta que no olvidaré.


Sucedió en un local que cerró hace ya bastantes años, llamado Teclas, y que es- taba situado en la madrileña calle Fernán González. Los dueños eran Ángel Curiel, un maravilloso pianista que tuvo la falta de delicadeza de abandonarnos prematura- mente, y su encantadora esposa Victoria. Es muy raro tocar en un local diseñado por un músico, y obviamente el pianista ocupaba allí un lugar privilegiado. El piano de cola estaba situado al final de un largo salón al que se accedía bajando un tramo de esca- leras, flanqueado por hileras de cómodos sillones que facilitaban la conversación, la escucha de la música o ambas a la vez.


Los viernes y sábados el salón se llenaba, y mi ego veinteañero disfrutaba sintiéndose el centro de atención, recibiendo la luz de los focos y las miradas del público, a veces envidiosas y otras veces seductoras. Pero el


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