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De lumbre y primavera …Y sentí que la vida, mi vida,


tengo menos agarrotado. Al fondo se ve una plaza. Qué grande, qué bulli- ciosa. Tiene un tráfico infernal. No hay ni una paloma. Ganas me dan de que- darme. Pero qué digo, donde está mi devoto. Ah, por ahí va, cabizbajo. Aho- ra gira a la derecha. Está aligerando el paso. ¿A dónde iremos? ¡Qué correca- minos! Otra plaza. También es grande, casi campo abierto, pero le falta gla- mour. Huele a paro. Llevamos horas andando, sin detenernos... Vaya, si antes me quejo, antes hacemos cola… ¡Qué larga! Se enrosca como una serpiente. No se le ve la cabeza, pero me temo que ha tragado algo que la ha hecho reventar. Será indignación. Aquí parece que nadie está dispuesto a que lo contraten por menos jornal. Miento, mi hombre sí, pero le han cor- tado el paso. No puede llegar hasta los jefes. La cosa está que arde. Esto me gusta. ¡Oh, no! Este meapilas se esca- pa del tumulto. No lo entiendo. Y aho- ra estos barrios de muerte. Qué horror de jardines. Son escombreras. Y venga a andar, y andar, y más andar. ¿Será esto la vida? Por fin parece que hemos llegado a alguna parte: la casa de los gemidos. Bien se oye el de una mujer. O se oía, porque con el portazo que ha dado al entrar, y el repentino ataque de tos, se ha hecho un gran silencio. Una suerte que no tengamos que subir escaleras. Pero al menos, podríamos ir a alguna otra parte que no fuera la cocina. En este cuchitril nada se cuece. Ya bebió agua, pero ahí sigue, rígido, como un guardia a las puertas de un palacio, mirando por los cristales. Es cansino verlo plantado como un pas- marote.”


Un hombre enjuto y descamisa-


do cruzó como un rayo por delante de la ventana. Esa descarga puso fin a la vigía. Una mujer rolliza entró en la cocina y le increpó. Él se disculpó por no haber encontrado trabajo. Nada dijo del dolor de cuernos, justa penitencia de un mea culpa. El ángel caído, espantado de vida tan arras- trada, sacó sus alas y voló hasta la peana de su destierro. Llegó justo a tiempo de que el fotógrafo no notara su ausencia. Volvieron las palomas, el aburri-


miento… Aún hizo alguna otra incur- sión en lo terrenal. Paseó por calles pobladas de hombres estatuas, que sólo se movían cuando alguna mo- neda tintineaba a sus pies. Descubrió que ser de piedra no es un escándalo. Hay corazones más duros que una roca. Le pareció que los hombres ob- viaban lo diferente, ya fuera por dis- creción, o por evitar situaciones com- prometidas. Él pasaba inadvertido entre la multitud. Echaba en falta los halagos. Convencido de que entre los mortales había muchos más caídos y excluidos de los que desde el paraíso se pudieran imaginar, no quiso mez- clarse con tanta chusma. Armado de soberbia regresó a su podio. Con la boca abierta, cegado por el


cielo, permanece mirando hacia arri- ba, desinteresado para siempre del infierno de la tierra.


Gloria Soriano


nacía entre sus muslos, que el calor sonrosado de su piel me subía como espuma y que todo alrededor era de fuego. Ella notó mi presión —aquella intriga de pasión que crecía a su contac- to— y se retiró con una sonrisa, un breve beso, una protesta… Yo insistí en el acercamiento, bus- qué sus senos bajo la blusa, dejé que mi mano cabalgara su pubis y que mis labios le buscaran un es- calofrío. Suspiró. Luego fue todo lumbre y primavera. Sus labios se abrieron, su lengua me hizo sentir que la humedad puede ser deli- rio, temblor y sacudida. Después, cuando mis dedos alcanzaron sus pezones y ella dejó que sus mús- culos se relajaran, noté su mano que me recorría la espalda y su boca que se abría como una flor caliente de sol y tibia de madru- gada. A partir de ahí, el mundo a nuestro alrededor dejó de existir: se apagó el canto del jilguero en el jardín, se oscureció la luz del mediodía, se perdió en su lejanía el tráfico y sentimos que todo nos pertenecía y que se acumulaba como un elemento más de nues- tras sensaciones: sus nalgas en mis muslos, su incipiente sudor en mi sudor desbocado y sobre todo aquella sensación de que el placer de nuestros sexos —ya en contacto sin alivio— era algo más que una cabalgada y mucho más que un galope de cuerpos que se buscan. Era sobre todo la prome- sa de tardes enteras y de noches enteras buscándonos y hallándo- nos en el rincón preciso de dos cuerpos, dos incendios quizás en- febrecidos.


F.T. Luz y Tinta - 51


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