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asentando los nervios, corrigiendo el punto de mira y el alza, y comencé a tomar conciencia de mi seguridad en el disparo. Cuando hube gastado la primera caja de munición, volví al pueblo seguro de que, con un par de sesiones más, mi puntería podría nivelarse. Durante otros dos domin- gos, repetí la sesión de entrenamien- to y pude comprobar que mi puntería era certera, aunque lo que realmente me desconcertó fue que el último día me di cuenta de que el disparar me producía un extraño placer que no sabía explicarme muy bien y que aún no sé si era fruto de mis avances y mi seguridad o quizás de alguna razón que, sin saber por qué, me asustaba un poco. Aquel tercer domingo, según vol-


vía de regreso al pueblo a lomos de la mula, ya había decidido, como fe- cha más idónea para llevar a cabo mi plan, la del jueves de Corpus Christi y en el mismo momento en que saliera la procesión del atrio de la iglesia y se dispusiera a cruzar la plaza del pue- blo. Lo imaginé todo: la salida de los monaguillos con el crismón, las mu- jeres del pueblo llevando escondidas en su velo negro, su misal y su vela y, después, el palio llevado por cuatro hombres, el alcalde, el boticario, el maestro y don Valentín, el secretario del Ayuntamiento, que lleva más de quince años en este pueblo que pare- ce haber acabado a sus pies. Dos de las ventanas de mi casa


dan directamente a la plaza. Así que el día antes, con la ventana bien ce- rrada, hice una especie de ensayo general. Coloqué una escalera para que me sirviera de improvisado trí- pode, apoyé en ella el máuser y me representé todas las posibilidades, acabando por decidir que el momen- to preciso para disparar sería aquel en que la procesión comenzara a caminar, con el palio sobre el llano pavimento de la plaza. Imaginé in- cluso el sonido del disparo entre los cantos de las beatas y hasta la esce- na que podría desencadenarse a con- tinuación. Pero todo lo que pasara después, ya no me importaba; sobre


12 - Luz y Tinta


todo, si como suponía mi bala alcan- zaba su objetivo.


Aquella noche dormí mal y al día


siguiente estuve nervioso toda la ma- ñana, hasta la hora de la misa. Desde mi ventana fui viendo cómo llegaban unos y otros con sus mejores ropas, cómo se saludaban y cómo, final- mente, entraban todos a la iglesia con el último toque de las campanas. Entonces volví a colocar la escalera frente a la ventana, saqué el máuser de su envoltorio, hice un par de prue- bas para elegir la ubicación exacta del arma sobre la escalera y decidí el án- gulo de tiro que creí más apropiado y arrastré el cerrojo atrás y adelante para colocar una bala en la recáma- ra. Luego esperé a que terminase la misa. Fumé un par de cigarrillos y, cuando vi a los primeros monagui- llos salir por la puerta principal, tomé el máuser de nuevo, lo apoyé sobre la escalera y, a partir de entonces y durante unos minutos eternos, todo me llegó desde el punto de vista del arma. Las beatas, los monaguillos, el cura portando la custodia bajo el palio que, por fin, abandonó el atrio y comenzó a caminar por la plaza. En ese momento, ya tenía en mi


punto de mira el pecho de don Valen- tín. Hubiera sido muy fácil apretar el gatillo y dejar que el mundo se des- vaneciera; y, sin embargo, aparté el arma, descorrí el cerrojo, saqué la bala y dejé que el desconcierto me inundara. En aquel momento, cabalgando


de nuevo el potro desbocado de la ira, supe que no es lo mismo disparar sobre el tronco de un olivo una y mil veces que hacerlo sobre el pecho de un hombre, aunque esté revestido de camisa azul con el yugo y las flechas bordados en rojo sobre el bolsillo iz- quierdo y aunque yo esté completa- mente seguro de que ese hijo de puta asesinó a mi padre a sangre fría, solo para demostrar que no hay falangista más decidido y enérgico que él.


F. T.


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