En aquel momento, cabalgando de nuevo el potro des- bocado de la ira, supe que no es lo mismo disparar sobre el tronco de un olivo una y mil veces que hacerlo sobre el pecho de un hombre.


Había estado practicando la pun-


tería todo el domingo en el olivar de mi tío Florencio, en cuyo desván había encontrado meses atrás aquel máuser al que me había costado cogerle el tranquillo hasta que me di cuenta de que el punto de mira tenía una ligera desviación hacia la izquierda. Una vez que lo ajusté con- venientemente los tiros entraban en el radio de acción que me había marcado con una precisión que me asombraba. Nunca había disparado un arma, salvo en el servicio militar y en las casetas de feria que llega- ban todos los años para las fiestas de Santa Rita, así que entre el éxito de mis disparos y la euforia que me em- bargaba según iba perfilando el plan, anduve toda la semana montado en una especie de potro desbocado que


10 - Luz y Tinta


me aceleraba el pulso según iban pa- sando las horas. Mi tío Florencio había muerto al


final del invierno y no había dejado más herederos que a mi hermana, que vive en Madrid desde hace tantos años que ya no quiere saber nada del pueblo ni de sus gentes, y a mí, que tuve que hacerme cargo de todos los trámites del entierro y de la herencia. Aunque ésta era fácil de administrar: un olivar perdido en la falda de la sie- rra y la casa en la que había pasado toda su vida y que seguramente ha- bía heredado de sus padres. Llamé a mi hermana, que me dijo que hiciera lo que me viniera en gana, así que de- cidí quedarme con el olivar y vender la casa para repartir entre ambos el importe de su venta. Cuando estaba tirando los trastos viejos de esta casa fue cuando apareció el máuser, un


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