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Porque son muestras de algo que, como defensor de la libertad indivi- dual que soy, me repele: sentirme cautivo, prisionero de alguien. Sea de una compañía aérea, un gobierno, un partido político, una comunidad de vecinos… O de la empresa para la que esté eventualmente trabajan- do.


Si me hubieran dado un euro cada vez que alguien me ha contado que su manager o el gerente de la empresa amenaza sutilmente a la plan- tilla con el frío que hace fuera, o con que si da un zapatazo en el suelo salen cinco más baratos y eficientes que él o ella, hoy sería rico. Es una constante desde que entramos en esta dichosa crisis que parece no tener fin. Y hay que reconocer que son palabras muy motivadoras; si entendemos “motivación” en


su sentido etimológico más estricto: tener un motivo para la acción. Una vez más,


recurriré a un ejemplo. Usain Bolt corre muy rápido, tanto que ningún hombre, vivo o muerto, le ha superado: es capaz de recorrer 100 metros en 9,58 segundos, que ya es correr. Bueno, pues me apuesto pincho de tortilla y caña a que, si le ponen un mastín a punto de morderle los cuartos traseros, todavía bate su propio record. No se puede negar que el mastín es muy, pero que muy motivacional. ¿Pero qué sucederá cuando quitemos el mastín? La respuesta es obvia.


Un colaborador que se siente prisionero de su empresa no desarrollará el compromiso que ésta busca de él. Unas veces se plegará y acatará, otras se rebelará, y otras se pondrá de perfil. Pero, sin duda, se guardará para sí mismo las características mejores que tiene, ésas que darían el empuje adicional que su organización precisa para obtener los mejores resultados; lo que los angloparlantes llaman “extra mile”, la milla extra que regalas, lo que me das más allá de lo que te puedo exigir por lo que te pago. Compromiso, confianza, buen humor, proactividad, ilusión, pasión, autoexigencia, generosidad, orgullo de pertenencia, ninguna de ellas se puede decretar, imponer o exigir. Son factores internos, pertenecen al dominio personal de cada ser humano, se dan cuando uno quiere, no cuando su jefe se lo exige. Y el chantaje no suele ser un buen medio para obtenerlos, de igual modo que el trato abusivo que me dan en un aeropuerto no me fideliza precisamente hacia él.


Yo tomo el avión cuando no me queda más remedio, y las compañías aéreas lo saben y se apro- vechan de ello. Me tienen cautivo, prisionero. Pero cuando de repente Renfe inaugura una línea de tren de alta velocidad hacia el mismo destino, entonces espabilan y ponen aviones más am- plios, o dan mejor servicio por el mismo precio. Por eso creo honestamente que la competencia es buena, y los monopolios son malos. Cuando el público tiene capacidad de elegir se vuelve exigente, y los proveedores de servicios o productos se ven empujados a mejorar, si quieren con- servarlo.


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