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Hoy, apenas seis años después, vengo obser- vando con una mezcla de estupor e indigna- ción cómo han cambiado las cosas. Por ejem- plo, si hoy quisiera utilizar el mismo asiento en cualquier vuelo de los que tomo regularmente, tendría que pagar un dinero extra por el dere- cho a esos centímetros de más. Hasta donde soy capaz de entender, eso significa que la compañía aérea prima los beneficios de esos euros adicionales, multiplicados por el núme- ro de vuelos que realiza al cabo del día, sobre quién está en las mejores condiciones para prestar auxilio al resto de pasajeros en caso de emergencia. Es cierto, vuelos hay muchos y catástrofes pocas, pero si debo fiarme de los pasajeros que me ayudarán en las puertas de emergencia, espero que no me pille ninguna.


El trato que recibo semana tras sema- na por parte de las compañías aéreas y ferroviarias, así como de los dife- rentes aeropuer- tos y estaciones que frecuento, ya no es el de prover- bial amabilidad que solía ser una costum- bre años atrás. Y nada tiene que ver la actitud de las personas con las que interactúo, que de todo hay; intuyo que es algo mucho más relacionado con la política de bene- ficios de las compañías, por una parte, y con la injusta y desconsiderada normativa de seguri- dad con el que se nos castiga desde hace unos años, por otra.


Os haré una pequeña relación para ilustrar lo que digo. En los últimos meses he recorrido muchas decenas de miles de kilómetros en avión. Semana tras semana he pasado por el mismo aeropuerto, utilizando con frecuencia la misma terminal de salida, y, por ende, los mismos aparcamientos, servicios y controles


de acceso. En todos esos viajes me han hecho casi desnudarme, depositar en bandejas todos los objetos metálicos, y he tenido que utilizar diferentes bandejas para dejar los dispositivos electrónicos. Como suelo viajar con un ordena- dor portátil y una tablet, eso significa que cada vez que he tenido que pasar por el dichoso arco de seguridad debía hacerme cargo de mi trolley de cabina, una bandeja para mi chaque- ta, cinturón, móvil, cartera, monedas y llaves, otra para el portátil y otra más para la tablet. Manejar y cuidar cuatro bultos, contrarreloj, presionado por los viajeros que iban detrás de mí y frecuentemente retenido por el atas- co que se producía al cachear a algún pasajero.


Y, aunque pueda parecer una gene- ralización injusta, lo cierto es que jamás he reci- bido en estas circunstancias la más mínima muestra de empatía ni de calor humano por parte del personal de seguridad, sino más bien lo con- trario. De hecho, me molesta mucho la actitud de “sheriff” de la que muchos -y muchas- hacen gala. Pero lo que más me llama la atención son las incon- sistencias. Por ejemplo, una vez me hicieron tirar el bote de desodorante que me habían permitido pasar sin pegas en los diez viajes anteriores por el mismo escáner de seguridad. Y no sólo eso, la semana siguiente me hicieron lo mismo con un envase de gel de baño. ¿Otro ejemplo más? Llevando siempre los mismos zapatos, unas veces me han hecho descalzar- me y otras no. Vamos a ver, o algo cumple con las normas de seguridad o no cumple, no tiene sentido que un envase de gel dentro de un ne- ceser una semana pueda pasar un control de


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