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darse una alegría... aunque le lleve a la tumba.


Cuando volví al grupo de amigos, que habían observado la escena desde la acera de enfrente, Car- los, un excelente bajista al tiempo que mejor amigo y persona, me preguntó por qué le había sufra- gado la próxima dosis a un yonki. A falta de mejor argumento, le respondí que porque me daba pena, y porque pensaba que de algún modo, en el fondo, estaba ayudando a un ser humano.


Su respuesta fue muy dura. Me dijo que en realidad no se trataba de caridad ni de compasión, sino de que mi tranquilidad valía 500 pesetas. En otras palabras, que no lo había hecho por ayudarle a él sino por satisfacerme a mí.


Aunque esa respuesta me pare- ció grosera y cortante en aquel momento, con la mano en el corazón debo reconocer que algo de eso hay. Es más, hoy día tengo el convencimiento humano y profesional de que cualquier acción generosa, cualquier ges- to, por altruista o compasivo


que parezca, en el fondo esconde la humana y visceral necesidad de satisfacer al que la realiza o promueve. Nadie hace absoluta- mente nada que no entienda, al menos en su subconsciente, que le va a proporcionar un beneficio directo o indirecto. Y es completa- mente legítimo.


Ésta es una afirmación muy trans- gresora y desafiante, puesto que va en contra de lo que la socie- dad, la educación y los valores judeo cristianos sobre los que se asienta nuestra moral proclaman. Significa poner en tela de juicio de un plumazo la caridad, la solida- ridad, el altruismo y el sacrificio. Un asceta que decide invertir sus años de vida, sus comodidades y en muchas ocasiones su propia fortuna y salud por ayudar a los demás, en el fondo está com- prando un beneficio para sí mis- mo, se está auto otorgando un premio emocional, religioso, ético o de cualquier otra índole. Esto es un fenómeno humano, indiscu- tible, fisiológicamente anclado a nuestra genética.


Y es importante tenerlo en cuen- 31


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